Oh no, las hojas se han ido

Oh no, las hojas se han ido

Un soleado día de mayo nació una ardillita llamada Fernando. Los fuertes rayos del sol calentaban su piel mientras dormía la siesta cómodamente. Durante cuatro meses, vivió en su acogedor nido con sus hermanos, rodeado de densas y frondosas hojas que le proveían cobijo y sombra.

A lo largo del verano, Fernando y sus hermanos exploraron todas las copas de los árboles circundantes y observaron cómo las ardillas adultas atareadamente enterraban bellotas y nueces en las camas de flores y la grama que estaban debajo.

A Fernando le interesaba mucho el próximo invierno. Mientras alegremente mordisqueaba una marchita manzana, pensaba en las historias que le habían contado acerca del clima gélido y los blancos copos que caían del cielo. No estaba preocupado, pues le había crecido un grueso pelaje.

Fernando era una ardilla feliz y le encantaba juguetear y corretear con sus amigos y hermanos. Lo que más disfrutaba era jugar a las carreras de una rama a la otra.

Aun cuando su alrededor ya brillaba en vibrantes tonos amarillos y rojos, apenas notó que las hojas habían ido cambiando de color con el paso de los días a medida que el sol se situaba cada vez más bajo en el cielo.

El clima también estaba más frío y un fuerte viento soplaba por la noche. A Fernando no le molestaba. Su nido estaba cómodamente acolchado y su pelaje lo mantenía caliente.

En lo que sí tuvo problemas fue en adaptarse al nido balanceándose con el viento. La rama en la que se apoyaba oscilaba de arriba a abajo con cada racha de viento. A veces, a Fernando le preocupaba un poco que el nido pudiera caerse.

Una preciosa mañana de otoño, se despertó y, como siempre, ágilmente brincó a la gran rama que conducía a un ancho canalón. Desde ahí, tenía una buena vista de toda la calle.

¡Un segundo! Había algo distinto.

«¡Oh no, las hojas se han ido!», pensó Fernando. Nerviosamente, saltó arriba y abajo al notar que su nido ya no estaba rodeado por las doradas hojas amarillas que habían estado allí justo el día anterior.

«¿Qué demonios está ocurriendo? —se preguntó Fernando—. ¡Tengo que poner las hojas de vuelta a donde pertenecen!».

Se puso a recoger todas las hojas del suelo y con una cuerda, laboriosamente volvió a sujetar cada una a las ramas del árbol.

Esto lo mantuvo ocupado por muchas horas. Una por una, subía cada hoja por el tronco del árbol y la ataba con cuidado.

—¡Ey, Ferdi! —dijo alguien desde abajo—. ¿Qué haces?

La ardillita asomó la cabeza por entre las hojas que acababa de atar y divisó al mapache Marlin.

—Justo lo que parece: ¡salvando el árbol! ¡Perdió todas sus hojas durante la noche, así que las estoy colocando de nuevo!

Marlin miró hacia arriba atónito.

—Bueno, ¡nunca antes había visto algo así! —dijo y sacudiendo la cabeza, el viejo mapache siguió su vagar y desapareció.

Fernando escuchó a alguien más preguntarle: «¿Qué haces allá arriba?».

Bajó del tronco para ver mejor y reconoció a la pequeña comadreja.

—¿Qué más podría estar haciendo? —preguntó Fernando—. ¿Puedes ayudarme a colgar todas estas hojas nuevamente?

—¡Hoy no, no tengo tiempo! —respondió, alejándose rápidamente.

Exhausta, la pequeña ardilla se sentó bajo del árbol y miró hacia arriba. «¡Aún faltan tantas hojas por colocar! ¡Nunca podré hacerlo yo solo!», pensó abrumado.

De repente, escuchó un fuerte crujido. Lili y Caspar, dos erizos, estaban trepando por entre las grandes pilas de hojas.

—¡Hola a los dos! ¿Podrían echarme una mano con estas hojas? —preguntó Fernando.

Ambos erizos asintieron.

—Seguro. Sabemos mucho de hojas. ¿En qué podemos serte útiles? —respondió Lili. 

—Me preguntaba si podrían ayudarme a atar las hojas al árbol nuevamente. Todas se cayeron de la noche a la mañana. ¡Creo que el árbol está enfermo! —replicó Fernando.

Los dos erizos se miraron maravillados.

—¿No habías visto nunca caer las hojas de los árboles? —preguntó Caspar. 

—Justo estábamos buscando un cúmulo adecuado de ellas para hibernar —explicó Lili.

—¿Hibernar en un montón de hojas? —inquirió Fernando—. ¿Así que ustedes viven en estas montañas de hojas durante todo el invierno?

—¡Exactamente! Buscamos una pila que esté lo más protegida posible del viento para que las hojas no salgan volando —respondió Caspar.

—Un momento, ¿entonces es normal que las hojas se caigan del árbol? —replicó Fernando.

—¡Sí! Cada año, en otoño, las hojas se caen de todos los árboles. Esto los ayuda a ahorrar energía para poder sobrevivir el invierno. ¡También es excelente para nosotros porque las hojas caídas son un refugio perfecto y acogedor! —dijo Lili alegremente.

—¡Y aquí estaba yo intentando colocar todas las hojas de vuelta! —exclamó Fernando, riéndose a carcajadas.

Los dos erizos también se rieron. Alzaron la vista hacia la copa del árbol en la que Fernando había atado las hojas y admiraron lo que se había convertido en una verdadera obra de arte.

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