
En una pequeña isla rocosa en medio del turbulento océano Atlántico, vivía una gran bandada de palomas mensajeras. Se encargaban de entregar correo importante a los habitantes de las islas circundantes.
Una de ellas se llamaba Betty. Le gustaba divertirse y se distraía fácilmente. Cuando las palomas realizaban su vuelo diario sobre la isla, Betty solía ser la última en llegar. Algunas de las otras palomas pensaban que era una soñadora y les preocupaba que no fuera responsable.
Cuando hacía buen tiempo, todo el correo y muchos paquetes, tanto de tierra firme como de las islas circundantes, se cargaban en barcos destinados como transporte del correo. Pero el clima era muy cambiante en esta región. Durante las frecuentes tormentas y altas olas, estos buques correo no podían atracar en los puertos de las pequeñas islas. Era entonces cuando las palomas mensajeras entraban en acción.
Guillermo, el cuidador de la isla, alimentaba y cuidaba de las palomas. Conocía muy bien a cada una y podía evaluar con mucha precisión las fortalezas y debilidades de cualquiera de ellas. Algunas eran especialmente rápidas para distancias cortas y otras eran lo suficientemente resistentes para los viajes largos.
Lo que más importaba era que todas entregaban el correo confiablemente y regresaban sin problemas a su isla. El júbilo siempre era enorme cuando se reunían para entre ellas contarse sus aventuras.
Un día particularmente frío y ventoso, las palomas mensajeras fueron llamadas para reemplazar al navío de correo. En el sitio de partida, el ambiente era frenético. Desde la torre de observación de la isla, Betty observaba cómo varias de ellas se preparaban para sus travesías. Guillermo distribuía las respectivas rutas de vuelo como era usual.
Kevin y Scott fueron los primeros en la fila. Les fueron asignados delgados sobres marrones atados a bolsas y pacientemente esperaron en tanto Guillermo las sujetaba cuidadosamente a sus patas.
—Kevin, esta carta necesita entregarse en tierra firme lo antes posible. El trayecto puede que sea un tanto arduo, pues se pronostican fuertes vientos. Planifica descansos, pero por favor regresa lo antes posible —le dijo Guillermo, mirando hacia el cielo plomizo.
Kevin asintió y Guillermo le dio unas palmaditas en la cabeza, después de lo cual salió volando. Al rato, planeaba alto sobre la isla para luego desaparecer en el horizonte.
Posteriormente, le tocó el turno a la siguiente paloma y, así, sucesivamente. Betty le preocupaba que no le fuesen a asignar tarea alguna, dado que la última vez se había retrasado un poco y Guillermo se había preocupado mucho.
Entonces, Guillermo la llamó por su nombre.
—¡Aquí estás, Betty! También hay un trabajo esperando por ti hoy —le dijo sonriendo y guiñándole un ojo, agregó—: Esta vez está un poco más cerca de casa. —Betty sonrió orgullosa.
Escuchó a una de las palomas detrás de ella decir: «¡Me pregunto cuánto tardará Betty esta vez!».
Cuando estaba casi por despegar, otra de las palomas respondió: «¡Cu, cu! ¡Ciertamente no se la conoce por ser veloz!».
Betty sabía exactamente a dónde querían llegar las palomas. «¡No es un concurso!», pensó para sí. ¡Si tan solo supiesen por lo que Betty había pasado en sus vuelos!
Recogió algunos granos más para fortalecerse. Guillermo ató la bolsita a su pata y le deseó un buen vuelo.
A Betty le gustaba su trabajo. Le encantaba conocer a las personas a las que les entregaba el correo urgente. Solía haber mucha gratitud en sus ojos. Esto la hacía sentirse muy feliz y orgullosa de sí.
La mayoría de las veces, los destinatarios hasta tenían algunos sabrosos granos de maíz y un pequeño tazón de agua listos para ella. Después de eso, Betty recuperaba sus energías para volar de regreso a casa. Siempre tenía la agradable sensación de haber realizado una buena acción.
Betty leyó el nombre del destinatario en el sobre de hoy y se tranquilizó al ver que ya conocía el camino. Desde el techo de su palomar, extendió sus alas y despegó con una hábil floritura.
¡Cómo le gustaba volar y sentir la infinita libertad! Con cada batir de alas, el paisaje bajo ella se empequeñecía y la isla rocosa iba desvaneciéndose en la distancia.
Iba soñando despierta a medida que volaba cuando un fuerte estrépito y el sonido de poderosas alas la sobresaltaron.
Justo entonces, varias cigüeñas pasaron volando junto a ella cambiando sus posiciones con destreza. Ella las llamó: «¡Hola! Parecen tener algo de prisa. ¿Adónde van?».
Aparte de que viajaban largas distancias y eran muchísimo más grandes que las palomas, Betty no conocía mucho sobre cigüeñas. Ahora lo entendía claramente.
La mayoría de las cigüeñas no le prestaron atención, pero una de ellas parecía tener tanta curiosidad como ella. La cigüeña se presentó: «Soy Estela y esta es la segunda vez que he hecho un vuelo tan largo. ¿Cómo te llamas?».
Las dos conversaron alegremente por algún tiempo. Betty le contó acerca de las cartas que entregaba y las experiencias que había tenido en varias de las rutas. Estela la miró asombrada y dijo: «Nunca había oído de algo así. Es distinto para nosotras las cigüeñas…».
Ahora era la pequeña paloma mensajera quien escuchaban atentamente las historias de Estela. Esta le dijo que todos los años las cigüeñas volaban al mismo lugar. Uno muy cálido y cuyos animales eran distintos a los de aquí.
—Hay elefantes gigantes y jirafas con cuellos muy largos y también hay cebras que parecen caballos, pero tienen rayas blancas y negras. Todos se reúnen en los abrevaderos para aplacar su sed —declaró Estela.
Continuó explicando que muchas bandadas de pájaros también se reúnen en los bebederos para apiñarse y darse calor.
—¡Hay grandes pájaros que se paran en una pata y su plumaje es rosado! Son particularmente lindos. ¡Se llaman flamencos! ¡Oye, por qué no vienes conmigo, Betty? ¡Puedes entregar tu carta de camino!
Betty lo pensó. Era muy tentador.
Decidió que no podía dejar pasar esa oportunidad y le dijo a Estela que estaría de regreso enseguida. Rápidamente, llevó la carta a la pequeña isla que ahora estaba justo debajo de ellas. Recogió algunos granos de un cuenco y elegantemente voló de vuelta hasta las cigüeñas.
Estela le ofreció un lugar a sotavento para que pudiese descansar un poco. Las cigüeñas eran muy rápidas.
Betty y Estela se llevaban tan bien que ambas se sentían como si se hubiesen conocido de toda la vida.
Estela le relató a Betty todo sobre ese hermoso lugar llamado «África». Era una narradora muy vívida y sus historias hacían que Betty se sintiese como si estuviese allí. Estela dijo que, en África, hasta el sol parecía ser más grande y caliente. Betty casi podía sentir el calor en sus alas y ver a los elefantes y flamencos en el abrevadero.
Pero Betty se estaba cansada. No estaba acostumbrada a los vuelos largos y desesperadamente necesitaba descansar. Las cigüeñas ni siquiera pensaban en tomarse un descanso y la pequeña paloma mensajera entendió con tristeza que no lograría terminar el largo viaje. También recordó que Guillermo probablemente estaría muy preocupado por ella, por lo que tomó una decisión.
—Estela —dijo Betty—, gracias por haberme contado tantas cosas interesantes acerca de África en este viaje. Tus historias me hicieron sentir como si estuviese allí. Estoy muy feliz de haberte conocido, pero ahora deseo regresar a casa.
Betty no pensaba que el resto de las cigüeñas siquiera la hubieran notado, pero todas se giraron hacia ella y repiquetearon sus picos fuertemente como diciéndole «adiós». Ella devolvió el saludo con un arrullo y alegremente comenzó su vuelo a casa, pensando desde ya en lo que les diría a las demás palomas.
La pequeña paloma mensajera esperaba su próximo vuelo y su próxima gran aventura con mucha ilusión.