
Bigotes era un pequeño y torpe perro. También era muy curioso e inteligente. Dondequiera que algo emocionante sucediese, se cercioraba de estar allí. Sus cortas patas lo limitaban a veces, pero lo que le faltaba en altura lo compensaba en coraje.
Bigotes vivía con su familia en un gran predio con un huerto de manzanos. En la granja, siempre acontecía algo.
Grandes tractores y camiones regularmente iban de un lado para otro a través de la propiedad. Traían cajas vacías y recogían la fruta cosechada que había sido empacada para ser despachada. Las cajas vacías se amontonaban en los rincones del patio creando cuantiosos y excelentes lugares en los que esconderse.
Pero aun con toda esa actividad, Bigotes a veces se sentía solo. Cuando sus hermanos mayores luchaban, él se arrojaba entre ellos, ansioso por unírseles.
¡Fuera de aquí! —gritaba su hermano—. ¡Eres muy pequeño!
Esto entristecía un poco a Bigotes, pero generalmente podía encontrar algo nuevo y emocionante para hacer. Hoy, el perrito estaba particularmente aburrido.
—¡Ojalá yo también tuviese a alguien con quien jugar! —dijo, gimiendo para sí.
Justo entonces, divisó una pequeña oruga verde arrastrándose muy lentamente por el neumático de un gran camión. Un granjero estaba cargando la plataforma con cajas de manzanas maduras. Olían muy sabroso.
La oruga era pequeña y el camino hasta las manzanas era muy largo, pero tenía un apetito enorme y el olor que emanaba de ellas la atraía instintivamente.
El perro Bigotes observó a la pequeña oruga por un rato. Luego, intentó alcanzarla con la pata, pero era muy bajito.
—¡Oye! —la llamó—. ¿Quieres jugar conmigo?
—¡Claro! Sube y acompáñame —respondió la oruga—. Podemos jugar al escondite, pero tendrás que esperar hasta que haya comido. Tengo mucha hambre.
A Bigotes le alegró que la pequeña oruga quisiera jugar con él. Meneó la cola. Solo había un problema, así que preguntó: «¿Cómo subo hasta allí?».
—Haz lo que yo hice. ¡Es fácil! Solo arrástrate —dijo la pequeña oruga.
—¡Pero yo no puedo arrastrarme! —exclamó Bigotes.
—¡Entonces no puedo jugar contigo! —respondió ella.
Para ese momento ya estaba en lo más alto del neumático y Bigotes no podía verla desde abajo. El pequeño perro corrió alrededor del camión y encontró la rampa de carga. Aún estaba abierta, pudiendo subirse fácilmente. Y así, sobre la plataforma, parado frente a las cajas de fruta, intentó hallar a la oruga.
Brincó sobre una de las cajas y empezó a buscarla entre las manzanas. El perrito olfateaba una manzana tras otra, pero no había rastro de la oruga.
—¡Nunca te encontraré de esta forma! —exclamó Bigotes exasperado—. Pensé que jugar a las escondidas sería más fácil.
Justo entonces, la oruga asomó su cabecita desde una manzana. «¡Acá toooyyy!», gritó y en un abrir y cerrar de ojos volvió a desaparecer dentro de ella. Bigotes captó su olor y encontró el agujerito en una de las manzanas en las que había estado, pero la oruguita ya no estaba ahí.
«¡Estoy aquí!», gritó nuevamente desde otra caja de frutas, asomándose desde una crujiente manzana. Bigotes saltó hacia ella y, una vez más, solo encontró otro agujerito en la manzana. La pequeña oruga había vuelto a desaparecer.
Estaban divirtiéndose tanto que ninguno de ellos notó cuando el camión empezó a moverse.
Durante el juego, la oruguita se había abierto paso comiendo muchas manzanas y ahora estaba muy llena.
—Estoy cansada. Voy a tomar una pequeña siesta —dijo.
De repente, el camión se detuvo de golpe. El conductor abrió la plataforma y descubrió al cachorrito entre el montón de cajas de fruta.
¿Qué estás haciendo aquí, Bigotes? —preguntó el conductor asombrado y sacándolo del camión y dándole algo de beber, prosiguió—: ¡Bueno, pareciera que eres un pequeño fugitivo! ¡Estoy seguro que todos te están extrañando en la granja! Déjame descargar estas cajas y poner las manzanas en el exprimidor, y luego nos iremos a casa. Espérame aquí, ¿sí?
Bigotes se sintió repentinamente mareado. El pelaje de su lomo se erizó como a menudo ocurría al sentir peligro. Había visto lo que les pasaba a las manzanas que descargaban. Las volcaban en una cinta transportadora, las lavaban y luego las trituraban en una gran máquina que vertía jugo dorado de manzana dentro de hermosas botellas.
«¡Oh, no! ¡La oruga se encamina hacia el exprimidor! ¡Tengo que salvarla!», pensó Bigotes. Comenzó a buscarla en cada una de las cajas que el conductor descargaba.
Bigotes estaba por perder toda esperanza de poder encontrar a la pequeña oruga. Olfateó las cajas restantes y al descargarse la penúltima caja, se sintió derrotado. Solo la ojeaba con tristeza. Pero en ese momento vio una cabecita verde asomándose por una de las manzanas.
Corrió hacia su amiga y vio que continuaba dormida. «¡Tremenda suerte!», se regocijó Bigotes. Ladró con fuerza y gentilmente la empujó con su pata.
—¡Despierta o te convertirán en jugo! —grito.
La oruga no pareció escucharlo. Estirándose indiferentemente, preguntó: «¿Por qué gritas?».
—Más tarde te lo cuento. ¡Rápido! ¡Arrástrate sobre mi lomo y salgamos de aquí!
Para cuando la última caja fue descargada, Bigotes y la oruga ya estaban a un lado viendo todo desde una distancia segura. Bigotes le contó a la oruga lo que había ocurrido mientras tomaba su siesta.
—¡Estoy tan feliz de haberte encontrado a tiempo! Ahora podemos ser amigos para siempre —dijo Bigotes jubiloso.
Percatándose del peligro en el que había estado, la pequeña oruga dijo: «¡Eres mi héroe y el mejor amigo que cualquiera quisiera tener!».
«¡Ya es hora de regresar a casa!», exclamó el conductor. Bigotes corrió alegremente de vuelta al camión con la oruguita escondida en su pelaje y todos regresaron a la granja felizmente.