
«Debe haber algún lugar aquí arriba donde ponerme cómodo», pensó Leo, olfateando cada rincón del ático. El sitio no estaba especialmente limpio.
El ático era considerado el trastero de la casa. Ese lugar donde podía encontrarse todo aquello que ya no se necesitaba.
Esparcidos por el suelo, yacían viejas cómodas, pantallas polvorientas, maletas desgastadas y recuerdos abandonados de viajes a lejanos países. Contra las paredes, envueltos en tela, se apoyaban los cuadros deteriorados que dejaron de tener un lugar adecuado para ser exhibidos en el apartamento.
Todo esto rodeaba al gato mientras buscaba un lugar lo suficientemente satisfactorio en el que instalarse.
Arrugando la nariz por el polvo reinante, Leo pensó: «¿Por qué mi familia guarda toda esta basura? Esto aquí huele terriblemente mohoso. Además, es sombrío con tan solo estos pequeños tragaluces. ¡Y todas estas telarañas no son acogedoras! Bueno… ¡miau! ¡Lo que no haría por encontrar algo de paz y tranquilidad!».
En aquel momento, uno estaba mejor en ese polvoriento desván que en cualquier otro lugar de la casa. Una tubería de agua que se reventó en el baño había convertido la estancia principal en un caos.
Toda la sala estaba inundada y las alfombras, empapadas. Probablemente sucedió mientras Leo dormía en el cálido alféizar de la ventana, porque ni siquiera lo había notado.
Se había despertado hambriento y fue solo cuando saltó al suelo que se dio cuenta del desastre de habitación. «Las patas mojadas no son para los gatos», pensó.
Había buscado un lugar seco, pero el agua estaba por doquier. «¿De dónde vino todo esto?», se había preguntado. De un brinco, se montó nuevamente en la repisa a esperar.
Poco tiempo después, su familia entró en la habitación con baldes, amigos y hasta con los vecinos. Todos tenían puestas botas de goma, ¡en medio de la sala de estar!
Abruptamente, levantaron a Leo del poyete de la ventana y lo pusieron en el pasillo sobre la escalera que subía al ático.
—Pasarán algunos días hasta conseguir secar esto totalmente y que todo vuelva a ser como antes —le dijeron.
Sacudieron sus cabezas frente al desastre antes de empezar a recoger el agua y limpiar el suelo. Ese fue el motivo por el que Leo ahora estaba en el ático tratando de encontrar un lugar tranquilo para descansar.
Después de haber inspeccionado meticulosamente el espacio, le pareció muy emocionante mirar a través de la claraboya que estaba abierta. Sacando la cabeza, pensó: «Guau, esto aquí es bastante alto. ¡Me pregunto cómo sería caminar sobre el tejado!».
Nunca antes, Leo había intentado algo tan temerario. En cuanto brincaba hacia el tejado, pensó: «Miau, solo saldré hasta la chimenea para ver cómo es la vista desde allí».
Leo se sintió fuerte y valiente. Se pavoneó de un extremo al otro del tejado con andar pomposo y descubrió un nido de pájaro en la canaleta. Entusiasmado, observó cómo los pájaros volaban hacia el nido con un gusano o una mosca en sus picos, y nuevamente se echaban a volar.
Cuando perdió el interés por los pájaros, se apoyó contra la chimenea y disfrutó de los cálidos rayos del sol y del tibio viento en su nariz. Desafortunadamente, su recién descubierta paz no duró mucho.
De repente, el llanto de las sirenas de varias patrullas de policía empezó a escucharse abajo en el patio. Leo se asustó y quedó clavado en el sitio, incapaz de moverse.
Antes de que pudiera mirar hacia abajo para averiguar qué buscaban, vio a un hombre que se acercaba. Tenía una bolsa grande y pesada en la espalda, y acababa de subirse al tejado. Ahora se dirigía hacia la chimenea donde Leo se estaba escondiendo.
Leo no hizo ningún ruido. Le hubiese gustado escapar, pero no se atrevió a mirar desde detrás de la chimenea. De algún modo, sabía que este hombre significaba problemas.
«¿Qué está haciendo ese tipo en el tejado? No se ve muy amigable. Afortunadamente, aún no me ha visto», reflexionó Leo mientras le daba vueltas a la chimenea, una y otra vez, para no ser descubierto, manteniendo al extraño a la vista.
Desde abajo, se escuchó el altavoz de la policía: «¡Por favor, cierren todas las puertas y ventanas! Hay un ladrón dado a la fuga en el área».
El pelaje del gato se erizó. ¿Qué se suponía que hiciese ahora?
«¿Los ladrones también son peligrosos para los gatos?», se preguntó brevemente. Pero no había tiempo para eso, tenía que actuar.
Justo al momento en que el hombre estaba por quitarse el pesado costal del hombro y tirarlo por la chimenea, Leo se armó de coraje.
Arqueó la espalda, saltó de detrás de la chimenea y le bufó al ladrón cual león. Después, brincó hacia el tragaluz de regreso al ático de su familia y cerró la ventana trás él.
El ladrón quedó tan sorprendido que perdió el equilibrio y empezó a resbalarse del tejado, apenas consiguiendo sujetarse de la canaleta.
Su pesada bolsa se cayó y aterrizó en el patio con un golpe seco. La policía alzó la mirada y descubrió al ladrón. Ahora, todo lo que les quedaba por hacer era bajarlo y llevárselo a la estación de policía.
Leo realmente no había esperado tanta emoción.
«¡Nadie se va a creer todo esto, miau! Mi familia está tan ocupada que estoy seguro de que ni siquiera se dieron cuenta», pensó.
Poco tiempo después, aún con botas de goma y visiblemente exhausta, la familia de Leo subió al desván. Le habían traído algo de comer. Abrieron el tragaluz, asomaron la cabeza fuera de la ventana y miraron la chimenea detenidamente.
—Ay, Leo —dijeron—. Qué bueno que no te asustaste con toda esta acción. ¡Imagínate, un ladrón intentó escapar por nuestro tejado! La policía nos preguntó si teníamos un gato porque el ladrón repetía una y otra vez: «¡Si ese gato no hubiera estado allí, nunca me hubiesen atrapado!».
«¡Si supieran!», sonrió Leo, dejándose rascar brevemente antes de ponerse manos a la obra con su comida. ¡Realmente se la había ganado!