
El gato Leo había estado esperando por este día desde hacía mucho.
«¡Miau! ¡Por fin nuevamente algo de tiempo a solas en casa!». Por muy agradables que sean las festividades, un gato necesita algo de paz en cierto momento. Especialmente si tiene un plan en mente.
Leo lo tenía y anhelaba el proyecto de hoy: quería construir una pajarera. Después de haber escuchado la historia que su abuelo Benjamín contó Navidad, Leo decidió que quería hacer algo lindo: ¡iba a construir una pajarera para el jardín!
A Leo le gustó la idea de poder cómodamente observar a los pájaros de cerca desde su cálido alféizar favorito.
«¡Nunca más me aburriré y los pájaros siempre tendrán algo que comer!», pensó.
Tan pronto como su familia salió de la casa para ir al trabajo, el gato se estiró y respiró profundo.
«Ahora puedo al fin empezar, miau. Primero iré al sótano a ver si logro conseguir las herramientas y materiales que necesito», se dijo.
Rápidamente bajó las escaleras. Por suerte, encontró entreabierta la puerta hacia el taller del sótano.
A Leo le gustaba estar en el taller porque olía placenteramente a madera, y era acogedor y cálido. Cada vez que se aburría, bajaba a ver a su papá reparar o diseñar algo de madera.
Pero el fuerte ruido de los taladros y las fresadoras era demasiado para los sensibles oídos de Leo. Desaparecía cuando los encendían y solo se dejaba nuevamente ver cuando el ruido había cesado.
Su padre solía decir: «Leo, estás tan atento que se pensaría que estás intentando aprender cómo funciona todo esto». Luego, le guiñaba un ojo al gato.
Ahora, Leo iba a probarlo por sí mismo.
«Quizás, primero debiera hacer un dibujo, así tendría un plano con el que trabajar —pensó brevemente—. ¡No, puedo hacerlo sin plano! Seguro que no será tan complicado. ¡Miau!».
Echó un vistazo y, apilada en la esquina del taller, encontró la madera que necesitaba. «Ahora necesito clavos, un martillo y una sierra, por supuesto. Hmm… Ah, cierto, una regla plegable tampoco sería una mala idea. ¿Dónde está?»,pensó Leo.
Saltó sobre el banco de trabajo y buscó entre todo lo que ahí había, pero no pudo encontrar la regla plegable por ningún lado.
«Bueno, puedo arreglármelas sin ella», pensó y comenzó a trabajar con la madera. Los tres troncos que Leo estaba usando como marco para el área de alimentación eran todos de distinto tamaño.
«Para eso es que sirve la sierra», se dijo y empezó a cortar un tronco tras otro con ella.
Pero después de haber cortado cada pieza, los troncos continuaban teniendo tamaños diferentes. Los colocó uno al lado del otro y luego uno encima del otro, cortando un poquito por aquí y un poquito por allá para nivelarlos.
Una vez que consideró que estaban suficientemente bien, trató de colocarlos en forma de triángulo y de unirlos con un alambre. Pero continuamente se caían al suelo, rodando en todas direcciones.
—¡Miau, esto es agotador! En verdad que sería útil tener un ayudante para sostener estas piezas —gruñó el gato, decidiendo comenzar por el plato de alimentación y el techo, y después regresar al marco.
Seleccionó las piezas de madera, cogió el martillo y comenzó a buscar los clavos para unir las piezas.
Sosteniendo las herramientas, Leo saltó sobre la mesa de trabajo, pero el pesado martillo le hizo perder el equilibrio y se estrelló contra el estante en el que los clavos y tornillos estaban cuidadosamente ordenados.
«¡Oh, no!», pensó a medida que caían, esparciéndose sobre el banco de trabajo y el suelo del sótano.
El gato se mantuvo calmado. Con las garras desplegadas, pudo fácilmente agarrar aquellos que necesitaba. Empezó a martillar.
«¡Ay! Esa fue mi pata», se lamentó. Lamió la herida brevemente y descubrió una gota de sangre. Subió las escaleras a toda velocidad, consiguió una venda y la colocó en la pequeña herida. Luego, bajó las escaleras corriendo.
«Ya dejó de dolerme», se regocijó, sintiéndose un tanto orgulloso.
Leo martillaba incansablemente aun cuando seguía errando el clavo. Los clavos estaban torcidos e inclinados, pero al menos mantenían unidos los pedazos de madera.
«¡Papá lo hace parecer tan fácil! —pensó Leo—. Pero para ser mi primera pajarera, ¡se ve muy bien!».
Revisó su trabajo y quedó satisfecho con los resultados. No le molestaba en absoluto el hecho de que las piezas no fuesen de igual tamaño, por lo que estaba seguro de que a los pájaros tampoco les importaría. Lo más importante era que el área de alimentación estaba techada.
Ahora, solo restaba el obstinado marco. Llevó el carrete de alambre al banco de trabajo y lo enrolló alrededor de los tres troncos hasta que estuvieron lo suficientemente apretados y parecían razonablemente estables.
El gato unió las dos partes de la pajarera con sus últimas fuerzas, la cual se tambaleó peligrosamente, ¡pero resistió! Ya estaba exhausto y aún tenía mucho por hacer.
«Ay, Dios —pensó Leo—. Creo que fue suficiente por hoy. Solo queda poner un poco de orden y mañana termino».
En ese momento, se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en cómo subir por las escaleras la estructura ya terminada y llevarla al jardín.
Olvidando todo acerca de ordenar, trotó escaleras arriba hasta su canasta para pensar en una solución. Un poco más tarde, su familia llegó a casa.
Saludaron a Leo y comenzaron su ritual vespertino de cenar y acomodarse en el sofá. Esa era, por lo menos, la rutina habitual. ¡Excepto hoy!
¡Precisamente hoy! El respaldo de una de las sillas se había aflojado y el papá de Leo decidió que era mejor arreglarlo inmediatamente. Mientras se dirigía al taller del sótano con la silla, Leo trató de detenerlo saltando y corriendo entre sus piernas.
—¿Qué te ocurre, Leo? ¿Quieres venir a mirar? Está bien, ¡ven! —le dijo al gato.
Leo sintió naúseas. Quería explicar el desorden en el taller, pero todo lo que consiguió fue un maullido silencioso.
Cuando el papá de Leo abrió la puerta del sótano, se sorprendió al ver la tambaleante pajarera y el desorden en el suelo. Desde la escalera, le pregunto a su esposa:
—Oye, ¿el abuelo Benjamín mencionó estar construyendo una pajarera con los niños durante las vacaciones? Parece que no haber tenido tiempo para terminarla. Está algo, uh, desordenado aquí abajo.
Afortunadamente, la mamá de Leo también pensó que era un desorden del abuelo.
—Le gusta bastante apañar allá abajo, pero no me dijo sobre eso. ¿Te importaría colgarla en el jardín? Estoy segura de que a los pájaros les encantaría algo de comida —respondió ella.
«¡Vaya, eso se llama suerte!», pensó Leo. Ahora no necesitaba preocuparse por cómo llevar la pajarera al jardín.
Volvió a subir pensando en lo grandiosa que era su familia y se durmió felizmente.