
Afuera, nevaba silenciosamente. El gato Leo ronroneaba, descansando en el alféizar de su ventana favorita. El calefactor bajo él proporcionaba un calor agradable. Cerró los ojos y se relajó. Era tan agradable estar ahí tumbado viendo cómo los copos flotaban contra el cristal, acumulándose lentamente en una pila de nieve blanda en el poyete de la ventana.
Cada tanto, Leo se extendía para atrapar un copo de nieve, golpeaba su pata contra el vidrio de la ventana y la retiraba con sorpresa, molesto por haber sido engañado.
Justo cuando se estaba quedando dormido, Leo escuchó el sonido de alguien abriendo la puerta principal, seguido de pasos inusuales en las escaleras.
«Me pregunto quién pueda ser», pensó. De repente, la habitación empezó a oler a bosque.
Silenciosamente, se bajó de su repisa y miró cautelosamente hacia el rincón y el pasillo.
Leo vio a su padre subiendo las escaleras trabajosamente, arrastrando un gran abeto detrás de él. Iba dejando un rastro de agujas de pino y pequeños montones de nieve en el suelo. ¡Leo sabía de qué se trataba!
«¡Miau! Es esa época del año nuevamente. ¡La casa estará muy ocupada por un rato!», pensó.
A pesar de que a Leo no le gustaba el ajetreo y el bullicio, los preparativos para la celebración le parecían emocionantes. Además, siempre tenía a su amado alféizar donde escapar en caso de llegar a ser demasiado. Lo que a Leo más le gustaba de esta época especial del año era que siempre olía a galletas recién horneadas. Algunas, incluso las hacían especialmente para él con sus ingredientes favoritos. Aunque todas estaban empaquetadas en latas selladas hasta el banquete, toda la casa olía a ellas.
«¡Delicioso!», pensó Leo. No podía esperar a probar una de las galletas. ¡Estaba tan emocionado!
También era agradable el hecho de que toda la familia estaba de buen humor en esta época del año, y Leo sabía cómo usar eso a su favor. Podía recibir pequeñas sorpresas y hasta atención extra si jugaba bien sus cartas.
Y luego estaba el gran secreto que solo existía en la temporada prenavideña. A Leo le divertía ver a su familia comportarse como ardillas en el bosque enterrando sus nueces para el invierno. Desde la repisa de su ventana, con frecuencia había observado que muchas cosas se hacían a puerta cerrada durante Navidad.
Una noche, mientras Leo se frotaba contra las piernas de su mamá y su papá, los escuchó hablar acerca de quién lo cuidaría mientras disfrutaban unos días de vacaciones de invierno antes de Navidad.
«Bueno, ¡eso es nuevo!», pensó el gato, empezando a prestar atención a lo que decían. Después de todo, se trataba de él.
Su mamá dijo:
—Ay, ¡estoy deseando tanto estas vacaciones de esquí! ¡Qué gran sorpresa! Espero que también haya nevado adecuadamente allí, aunque estoy un poco preocupada por Leo. Están tan cercanas a las fiestas y el gran abeto está en la sala. ¿Tal vez debiéramos llevarlo con nosotros para que no se meta en problemas? El apartamento de vacaciones es suficientemente grande. Un pequeño cambio pudiera venirle bien.
—¿Leo en un viaje de esquí? ¡No lo creo! —exclamó el papá de Leo—. Él ya camina de puntillas por la terraza cuando hay una pequeña nevada. Además, como bien sabes, ¡es muy reacio a viajar! Nuestro Leo es muy feliz en casa. Por otra parte, no es diferente a cuando vamos a trabajar cada día, y se porta bien. ¿No es así?
—Sí, tienes razón —concordó la mamá de Leo—. Nuestro Leo es realmente un gato muy bien comportado. Serán solo unos días. Le preguntaré a Évelin si puede visitarlo una vez al día y prepararle la comida por las noches. Si no funciona, ¡tendremos que llevarlo con nosotros!
«Hhhmm», respondió el papá de Leo, lo cual le hizo pensar que era un sonido de aceptación.
Leo prefería quedarse en casa. No le gustaba la nieve ni el frío.
«¡No voy a ir a ninguna parte sin mi cálido alféizar!», pensó.
Leo estaba preocupado. Caminó sobre su cesta y mientras intentaba encontrar una forma de evitar ir al viaje de esquí, se quedó dormido.
A la mañana siguiente, el papá de Leo colocó el enorme árbol en su soporte, en medio de la sala. Lo sacudió y dijo:
—Ahí está, sólido. Nada podría derribarlo. Pondré las luces de colores y las decoraciones debajo para que podamos podar el árbol tan pronto como regresemos de vacaciones. —Silbó una melodía navideña mientras sacaba algunas maletas del dormitorio y las ponía en el pasillo.
Leo se quedó en su cesta e intentó entender lo que estaba sucediendo. No vio ninguna de sus cosas entre el equipaje, así que trató de relajarse. De repente, sonó el timbre.
—Ese no es el taxi, ¿verdad? —dijo su mamá frenéticamente desde arriba—. ¡Necesito más tiempo!
«¿Quieres que abra la puerta?», refunfuñó Leo para sí. Estaba gruñón porque no sabía lo que su familia iba a hacer con él.
—¿Qué te ocurre, Leo? —preguntó su padre mientras pasaba. Se apresuró a abrir la puerta.
Era su vecina Évelin. ¡Estaba parada en la puerta sonriendo!
Resultó ser que ella ya había accedido a cuidar de Leo. Estaba aquí para despedirse de la familia, darle una vuelta al gato y recoger las llaves.
«¡Uff!», pensó Leo aliviado. Conocía a Évelin y consideraba que era muy agradable.
Ella se acercó a él, le rascó la nuca y dijo: «¡Estoy segura de que tú y yo nos llevaremos bien!». Luego, fue a la cocina para discutir algunas cosas con la mamá de Leo.
—Estás en buenas manos con Évelin —le aseguró el padre a Leo.
El timbre volvió a sonar. Esta vez era el taxista y todo sucedió muy rápido. Todos le dieron una palmada a Leo y lo abrazaron como si se fuesen de viaje alrededor del mundo.
Después, tomaron sus maletas y gritaron: «¡Nos vemos en Navidad, Leo! ¡Pórtate bien!». La puerta se cerró y se fueron.
Leo no estaba para nada triste por quedarse solo en casa. Todo lo contrario. Estaba feliz de no tener que salir al frío y sentarse en el auto durante cinco horas. Relajado, se aproximó a su tazón rebosante de comida y chasqueando los labios se dijo: «Excelente manera de empezar el día».
Al día siguiente, Leo trotó tranquilamente por el apartamento buscando en qué distraerse. Tratando de ordenar sus pensamientos, continuamente daba vueltas alrededor del abeto.
«Me encantaría hacer algo bueno por mi familia, pero ¿qué? —se preguntó—. ¿Tal vez pudiera hacerles alguna cosa o cocinarles algo delicioso? A todos les gusta un buen ganso asado, pero… no me siento capaz de poder hacer eso todavía».
¡De repente Leo tuvo una idea!
«¡Ya sé! Decoraré el árbol de Navidad. ¡Mi familia quedará fascinada! Oh, sí, eso es exactamente lo que haré», pensó animado.
Completamente entusiasmado, el gato trajo la escalera. Solo que no era lo suficientemente alta para llegar al techo. «Confío en lo atlético que soy. Puedo llegar a la copa del árbol. Comenzaré con la cadena de luces», pensó. Había observado que su papá siempre empezaba con las luces.
«Basta con desenrollar el cable y luego enrollarlo alrededor del árbol. ¡Fácil!», se dijo.
Sin embargo, Leo pronto se percató de que podría ser más desafiante de lo que había imaginado al intentar desenrollar la aparentemente interminable cadena de luces. Hizo lo mejor que pudo, pero ni siquiera cuatro patas fueron suficientes para evitar que se enredara. Tampoco es que Leo tuviese mucha paciencia, así que simplemente lanzó la cadena hasta donde alcanzaba la escalera y la anudó al árbol de la forma en que pudo.
Luego, movió la escalera, tirando del cable trás él, e intentó lo mismo del otro lado del árbol. Solo que ahora las luces también se habían enredado en la escalera. Así que tuvo que volver. Leo no podía ver por dónde jalar la cadena. Cada vez que lograba desenredarla de la escalera, se enredaba entre sus patas.
—¡Miau! ¡Si tan solo este árbol no fuese tan espinoso! —se quejó Leo, mascullando para sus adentros.
El gato continuó luchando. No quería rendirse. Después de todo, no era la primera vez que lo desafiaban. Leo ensartó la cadena de luces alrededor del árbol de la mejor manera posible. No se veía muy arreglada, pero ¿a quién le importaría?
«¡Suficiente por hoy! —decidió—. Tendré que administrar mi energía. Todavía hay mucho por hacer». Con la pata, cerró la puerta trás de él para que Évelin no supiera de su plan.
Su vecina lo cuidó muy bien. Después de algo de comida y atención, Leo se sintió lo suficientemente fuerte como para volver al trabajo.
Ahora era el turno de las bolas navideñas. Leo las desenvolvió con cuidado y notó que todas eran blancas.
«¡Qué aburrido! Tendré que pintarlas para que se vean más alegres», y agarrando las pinturas y los pinceles del rincón de manualidades, se puso manos a la obra. Dado que la pintura no se secó inmediatamente, Leo puso las bolas pintadas en el suelo de parqué.
El suelo estaba ahora muy colorido y también las patas de Leo, quien no lo notó por estar admirando los resultados.
«¡Les va a encantar! —pensó, y remató—: ¡Ahora solo tengo que colgarlas en el árbol!».
Colgar las bolas significaba interminables viajes subiendo y bajando la escalera.
«Hmm, tal vez pudiese llevar varias a la vez. Eso me ahorraría la gimnasia».
Pero tan pronto como comenzó a subir la escalera cargando varias bolas, una cayó al suelo y se hizo añicos.
«¡Oh, bueno, hay muchas!», se excusó. El gato estaba tan ocupado que perdió la noción del tiempo. De repente, escuchó que Évelin entraba, así que tuvo que cerrar rápidamente la puerta trás él y correr a la cocina.
Iba dejando una colorida huella con cada paso. Por fortuna, Évelin no se había puesto los lentes y no lo notó. Acarició al gato y le dijo que su familia estaría en casa al día siguiente.
—Realmente disfruté pasar el tiempo contigo, Leo. Te voy a extrañar.
El gato estaba feliz y se acurrucó contra ella.
Después de marcharse, Leo empezó a ponerse nervioso.
«¿Ya regresan? ¿Entendí bien? ¡Todavía tengo mucho que hacer!».
Corrió a la sala para continuar decorando, pero resbaló en el suelo que permanecía húmedo por la pintura. ¡Patinó sobre sus cuatro patas directo contra el árbol! Clavó sus garras al tronco para recuperar el equilibrio. Afortunadamente, el árbol se mantuvo en pie y solo unas pocas bolas cayeron y se destrozaron.
Leo cogió la mopa, pero no servía para recoger las agujas de abeto y los fragmentos de cristal roto, así que buscó la aspiradora. Rechinaba y crujía mientras chupaba todos los pedacitos. Leo no estaba seguro de si la aspiradora debía hacer ese tipo de ruidos, pero la habitación se veía mucho más ordenada.
Ahora solo restaba guardar la escalera.
«¡Terminé justo a tiempo! ¡Uff, eso fue agotador! ¡Lo que no haría para hacer feliz a mi familia, miau! ¡No puedo esperar para probar mis galletas navideñas!».
Miró el árbol de Navidad nuevamente y le satisfizo su trabajo. Luego, se retiró a su acogedora repisa para esperar.
Los pasos en el hueco de la escalera despertaron a Leo de su siesta.
—¡Leo! ¿Dónde estás? ¡Ya llegamos!
—¡Miau! —saludó Leo a su familia.
Dejaron sus cosas para acariciarlo y la mamá de Leo fue a abrir la puerta de la sala.
—¡Ay, Dios! —dijo ella—. ¡Vengan todos a ver!
Todos estaban de pie en la puerta contemplando el hermoso árbol.
—¡La verdad, Évelin no debió haberse tomado la molestia! —dijo el papá de Leo.
Los padres de Leo miraron al gato. Su mamá dijo: «Bueno, ¡Feliz Navidad, Leo!».
Leo les sonrió y pensó: «¡Sabía que les iba a gustar!».